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El azar y la necesidad. Presente continuo de la
arquitectura en España _ Sol89. María González y
Juanjo López de la Cruz
Las cotas de cataclismo profesional alcanzadas por la crisis de la construcción en España en la última década, han provocado que numerosos ensayos críticos que intentan vislumbrar la posible adaptación de los arquitectos al nuevo contexto se hayan plagado de referencias a las teorías evolutivas de las especies. Desde Lamarck hasta Darwin, cualquier mención a la necesidad de metamorfosis adaptativa parece apropiada a la hora de analizar la arquitectura surgida en estos años y augurar un futuro viable para esta profesión. Todas ellas inciden en las condiciones que ha impuesto el severo entorno laboral como origen transformador de la nueva arquitectura en España, pero quizás esta condición causa-efecto no es suficiente para explicar el actual panorama ibérico. El determinismo que atribuye a la crisis económica la aparición de una nueva especie de arquitecto — más versátil, más global, más precario—, no atiende a las circunstancias previas que pergeñaron su existencia, en continuidad con las generaciones precedentes aunque con características propias que subyacían latentes y este periodo ha avivado. Puestos a participar del argumento evolutivo, bien valdría tomar como referencia la obra de Jacques Monod El azar y la necesidad 1 para deducir que la crisis no es tanto causa forzosa sino medio favorable para la emergencia de una nueva generación de arquitectos. En este ensayo científico de maneras metafísicas, el bioquímico francés sostiene que las mutaciones biológicas son previas, incluso azarosas, siendo la transformación del entorno ambiental lo que las pone en valor y discrimina cuáles de ellas tienen éxito en términos evolutivos, esto es, las que permiten a la especie sobrevivir.
Los diez años de crisis en España están jalonados por dos eventos de proyección internacional que representan simbólicamente el tono arquitectónico que teñía el momento previo al inicio de este periodo y el de su posterior atenuación —al menos en cuanto a los síntomas macroeconómicos se refiere—, ambos acontecimientos permiten establecer los márgenes de una evolución precipitada que determina el tiempo de tránsito actual y fundamenta lo que está por venir. En 2006, el Museo de Arte Moderno de Nueva York dedicó una muestra a la arquitectura de principio de siglo en España. Con el título “On-Site: Arquitectura en España, hoy” 2 , la exposición, dirigida por Terence Riley, recogía cincuenta y tres proyectos que revelaban una producción sofisticada, producida en la mayoría de los casos por equipos maduros y asentados, basada fundamentalmente en la obra pública de equipamientos colectivos. También ejemplificaba cómo España, aún a la estela de la exitosa operación urbana y mediática que supuso la construcción del museo Guggenheim de Bilbao (1997) de Frank Gehry, era entonces receptora de proyectos de afamadas oficinas extranjeras que satisfacían la usual pretensión institucional de representar la bonanza económica a través de arquitecturas emblemáticas. Diez años después, en mayo de 2016, el Pabellón español de la XV Bienal Internacional de Arquitectura de Venecia acogía la muestra titulada “Unfinished” 3 , comisariad por Iñaki Carnicero y Carlos Quintáns, que a la postre resultó galardonada con el León de Oro del certamen [1]. Dicha exposición acopiaba igualmente medio centenar de proyectos, si bien esta vez la cohesión argumental sucedía a través del retrato de un naufragio en el que los supervivientes se mantenían a flote construyendo un sostén inacabado con los restos del hundimiento. Se trataba de una colección de proyectos capaces de soslayar las penosas circunstancias económicas del país representado con brillantez imaginativa y solvencia técnica, tal como refrendó el prestigioso galardón concedido, pero, en síntesis, constituían un ejercicio coral de supervivencia que precisaba de adaptación al nuevo contexto y desapego hacia un tiempo pasado que ya no era y que, probablemente, no vuelva a ser.
Lo sucedido entre las dos exposiciones, extremos sintomáticos de este capítulo de la arquitectura de tintes apocalípticos, es el relato de un éxodo iniciado por los arquitectos españoles que han transitado desde los caminos asentados y ortodoxos de la producción constructiva hacia senderos más inexplorados e inciertos. Si la exposición en el MoMA era el epítome de una época de frenesí 4 —la versión más musculada de un modo de producción sustentado en la construcción masiva de viviendas y en el concurso público que permitía incluso a los más jóvenes optar a encargos complejos y económicamente bien dotados—, en la muestra de la Bienal se vislumbraba un proceder que no desdeñaba el trabajo menor —quizás no quedaba más remedio—, acometiéndolo desde la escasez de recursos, en muchos casos, y la invención de situaciones que, a falta de mayor prestancia, permitían al menos desplegar acciones arquitectónicas capaces de resolver programas y activar espacios. Como si se tratara de una metáfora que aludiese a la deslumbrante brillantez constructiva neoyorquina y a la seductora decadencia material veneciana, cada muestra parecía replicar a su ciudad de acogida: la exhibición del museo americano compendiaba arquitecturas que celebraban el acontecimiento frente a lo cotidiano, formulando propuestas que participaban de una cierta pretensión icónica y en las que las soluciones materiales se basaban en sistemas constructivos singulares; mientras que en el pabellón de la Bienal italiana, los atributos más repetidos aludían a lo cercano, a lo pequeño, a la reutilización descarnada y a la construcción próxima al reciclaje y al bricolaje. Proyectos, estos últimos, que no albergaban la pretensión de formalizar un nuevo lenguaje, al menos en principio, sino que aspiraban a desplegar estrategias de acción dentro de la realidad existente sin que la escala ni los medios disponibles fueran obstáculos para la ambición creativa.
Sostenía Jacques Monod, cuyo ensayo comenzaba con la cita de Demócrito que atribuye al azar y a la necesidad todo lo que sucede en el mundo, que la única adaptación impuesta por el medio biológicamente aceptable es aquella que no contradice las cualidades intrínsecas del sujeto sino que confirma sus características esenciales. Desde esta perspectiva, la crisis no habría provocado la transformación de los arquitectos españoles —cuestión evidente si atendemos al extenso número de ellos que ha emigrado o cerrado sus estudios en estos años—, más bien habría revelado la existencia de una nueva generación cuyas características ya escritas en su “genética” formativa y cultural han permitido su supervivencia en este nuevo contexto. El evidente cambio de registro experimentado en estos años, ilustrado por las exposiciones de Nueva York y Venecia, supone acaso una aceleración evolutiva más que una mutación, es el encuentro precipitado y en parte azaroso entre nuevos protagonistas y unas circunstancias que favorecen el despliegue y la visibilidad de sus cualidades.
La generación entrópica
Instalados en una época que habría de definirse como de crisis atenuada más que de trance superado —un momento intermedio entre diversas turbulencias financieras según describen algunos economistas—, el ecosistema habitual de esta generación de arquitectos constituye un hábitat entrópico caracterizado por un amplio margen de incertidumbre –financiera, política, institucional, informativa…– que admite nuevas formas operativas pero que también amenaza con disipar lo mejor de un modo de trabajo del que, pese a la evolución experimentada, son herederos. Ciertas cualidades propias de la arquitectura española, que permitieron su identificación como un proceso cultural reconocible a partir de la implantación de la democracia a final de los años setenta, persisten invariables en estos arquitectos. La singular formación politécnica que equilibra la especulación creativa con la destreza técnica, cada vez más excepcional respecto a otros países, y la tradición de un oficio representada por maestros de la modernidad española como Coderch, Sostres, Sota, Sáenz de Oiza o Fisac permanecen como elementos de continuidad con la práctica arquitectónica de generaciones anteriores, según ilustraron los profesores Ruiz Cabrero y Pérez Escolano 5 . Sin embargo, algunos factores tan decisivos para el florecimiento de la arquitectura en España hasta el comienzo de la crisis como la proliferación de concursos abiertos de obra pública o la potente impronta social de un colectivo arremolinado en torno a los Colegios profesionales, están hoy prácticamente desaparecidos.
Formados la mayoría de ellos en la década de los noventa en la tradición moderna y atentos a la arquitectura surgida entonces en otros países como Suiza y Holanda, muchos de estos arquitectos salieron al encuentro de las diferentes Escuelas de arquitectura europeas gracias a la expansión del programa Erasmus para la movilidad de estudiantes universitarios. En sus años de estudio vivieron la multiplicación y masificación de las Escuelas de arquitectura y el inicio del acceso a la comunicación mundial a través de Internet, experimentando un cierto viraje en los planteamientos docentes desde los rigores disciplinares del principio de la década hacia los discursos globalizadores e híbridos del cambio de siglo. No es difícil deducir que estas circunstancias desembocarían en un tipo de arquitecto diferente al de generaciones anteriores, cuyas cualidades de versatilidad y movilidad, asumido ya que no formaría parte de la profesión elitista que fue, lo dotarían de una mayor capacidad de supervivencia en las exigentes condiciones que estaban por venir.
No hay crisis sin diáspora y cuando la escasez de oportunidades se ha hecho evidente, buena parte de esta generación ha aprovechado su mayor cultura cosmopolita para probar fortuna en otros países, ya fuera en el ámbito laboral, arropados por el buen nombre de la formación del arquitecto en España tan apreciada en el resto de Europa y en las potencias asiáticas, o en el entorno académico, como profesores que recalan en universidades extranjeras tras haber desarrollado previamente carreras profesionales suficientemente asentadas, siguiendo el ejemplo de algunos miembros de la generación anterior como Zaera, Herreros, Ábalos, Churtichaga, García-Abril o Carles Muro que, desplazados a diversas universidades norteamericanas, han ocupado puestos de importancia en sus respectivos centros universitarios. Esta circunstancia ha supuesto, pese a la penosa decisión inicial tantas veces obligada, la satisfacción de una deuda pendiente respecto a la expansión del hábitat del arquitecto formado en España, cuyo contexto laboral, a diferencia de sus colegas europeos, solía limitarse a su propia región de origen –siendo el caso de Barozzi y Veiga uno de los más destacados al haber conseguido proyección internacional desde su sede en Barcelona a través de concursos—. Este exilio laboral y académico ha encontrado su reflejo interior en la dedicación de muchos arquitectos a cuestiones hasta ahora tenidas por tangenciales, como el comisariado cultural, las labores editoriales o la atención a escalas más reducidas como las del mobiliario o la exposición; también ha supuesto la intensificación de las labores docentes universitarias precisamente en unos años en los que las Escuelas de arquitectura españolas se inclinan por un perfil académico frente a arquitectos con carrera constructiva, circunstancia que invierte la tradición formativa de este país y cuyas consecuencias, aunque previsibles, aún están por conocerse.
En cuanto a aquellos que han podido mantener un cierto pulso constructivo, si bien no han provocado el sorpasso de las generaciones anteriores —cuyos más sólidos representantes continúan al frente de oficinas atrincheradas en el mercado internacional como en el caso de Moneo, Mangado, Pinós, Ábalos, Herreros, Nieto y Sobejano, Vázquez Consuegra o Cruz y Ortiz—, han ocupado el territorio ibérico con intervenciones menores en escala y presupuesto que determinan un claro cambio de las condiciones operativas con las que ejercen la arquitectura. Esta evolución ha venido a diseminar los proyectos más notables de los últimos años más allá de los tradicionales núcleos densos de Madrid y Barcelona, al tratarse en muchos casos de obras que pueden suceder en cualquier contexto —como ya sucedía con el trabajo de RCR cuya obra, merecedora del premio Pritzker en 2017, se desarrolla en buena medida en el entorno rural de Olot, en Gerona—, dispersando aún más la genealogía de la arquitectura española, siempre deudora de las múltiples condiciones culturales, económicas y climáticas de este heterogéneo territorio.
Los años en los que han desarrollado sus primeros proyectos, teñidos por la carestía del momento, no han favorecido la adhesión a grandes teorías conceptuales ni el ensayo de elucubraciones formales y tecnológicas incompatibles con un tiempo adverso, sin embargo, han propiciado otras exploraciones que desde un cierto realismo han permitido a esta generación encontrar proyectos donde parecía no haberlos, actitud que ha terminado por identificarse con un discurso propio del periodo de crisis. Digamos que, tras años de excesos infográficos y proyectos rutilantes, la realidad, entendida desde su máxima complejidad, ha vuelto a ser el terreno de juego poético y constructivo, aquello que el ensayista y teórico del arte, Nicolas Bourriaud, en relación a los artistas de principio de siglo en el que comenzaron a trabajar estos arquitectos, llamó una vuelta a “aprender a habitar el mundo”:
“Una “suerte” que puede resumirse en pocas palabras: aprender a habitar el mundo, en lugar de querer construirlo según una idea preconcebida de la evolución histórica. En otras palabras, las obras ya no tienen como meta formar realidades imaginarias o utópicas, sino constituir modos de existencia o modelos de acción dentro de lo real ya existente, cualquiera que fuera la escala elegida. (…) El artista habita las circunstancias que el presente le ofrece para transformar el contexto de su vida (su relación con el mundo sensible o conceptual) en un universo duradero. Toma el mundo en marcha: es un “inquilino de la cultura”, retomando la expresión de Michel de Certeau. La modernidad se prolonga hoy en la práctica del bricolaje y del reciclaje de lo cultural, en la invención de lo cotidiano y en el trabajo con el tiempo, que no son menos dignos de atención y de estudio que las utopías mesiánicas o las “novedades” formales que la caracterizaban ayer.” 6
El texto de Bourriaud señala cuatro aspectos —trabajo con el tiempo, invención de lo cotidiano, práctica del bricolaje y reciclaje cultural— que, sin importar la escala y con los matices propios de las distintas regiones del país y sus Escuelas de arquitectura, pueden ser reconocibles en la práctica arquitectónica sucedida en España en estos años como cualidades comunes e intercambiables de muchos de estos arquitectos [2].
Trabajo con el tiempo
La intervención sobre lo existente, posea valor patrimonial reconocido o no, ha emergido en estos años como trabajo habitual de estos estudios, permitiendo conciliar la necesidad pública de repensar la ciudad en periodos de crisis con la inquietud particular de estos autores de desarrollar “modelos de acción dentro de lo real ya existente”. Intervenciones como las del equipo alicantino Grupo Aranea en la Casa Lude en Murcia (2011), el Centro Chillida Lantoki (2007) de Blancafort-Reus, la Escuela de Música Gabba Hey (2015) de CUAC, la Fundación Rubido Romero (2012) de Abalo y Alonso o las intervenciones de Arturo Franco en el antiguo matadero de Madrid acometidas desde 2006 [3], revelan un modo de actuar sobre el pasado construido que trasciende lo patrimonial, considerándolo materia disponible por encima de discursos filológicos o de estilo, acaso como actuaciones previas al desarrollo decimonónico de las teorías de la restauración, tan descarnadas en ocasiones que provocan el encuentro entre arquitecturas diferentes sin solución de continuidad al asumir el tiempo de la arquitectura como un solapamiento de ayeres, en el que todas las capas tienen interés y en el que la nueva intervención no es más que un paso, siquiera el último, que la historia de esos edificios pueda registrar.
Muchos de estos nuevos arquitectos huyen de una idea preconcebida del tiempo historiográfico, se mueven con libertad por la historia de la arquitectura atendiendo a proyectos pretéritos no como sucesos caducos sino como ejemplos de resolución de problemas proyectuales que trascienden las fronteras del tiempo 7 . Es como si la necesidad de encontrarse con antiguas edificaciones a intervenir hubiera ampliado el periodo que abarcan sus referencias, superando las limitaciones académicas de los años de formación tan habituados a transmitir la historia de la arquitectura como una consecución lineal en la que cada paso supera sin retorno posible a los anteriores. Algunos ejemplos domésticos ligados a la geografía levantina, como Can Jordi i n’África (2015) del estudio Ted’A [4], la Casa Bunyola (2006) de Francisco Cifuentes, la Masía en el Empordà (2015) de Arquitectura-G, la Casa Bastida (2014) de Bosch y Capdeferro o la Casa en Port de la Selva (2013) de López-Rivera, evidencian un interés por la arquitectura vernácula que parece abarcar desde el imaginario homérico mediterráneo hasta los procedimientos constructivos y climáticos de raíz popular. Estos arquitectos que no ponen trabas a la filtración de arquitecturas anónimas y atemporales son reconocibles a través de toda la periferia española, donde precedentes inmediatos como Juan Domingo Santos en Granada, Toni Gironès en Barcelona o Carlos Quintáns y Creus y Carrasco en Galicia impulsaron un discurso de recuperación de estructuras obsoletas y de interpretación de soluciones autóctonas nunca del todo abandonado en los márgenes peninsulares.
Invención de lo cotidiano
El campo de trabajo que ha permitido a estos arquitectos realizar sus primeros ensayos abarca viviendas sociales, pequeños equipamientos y espacios públicos vecinales que construyen a diario la arquitectura de la ciudad. Aparcada, crisis mediante, la ambición por constituir un nuevo imaginario contemporáneo a través de grandes intervenciones, buena parte de estos autores trabajan con la realidad cercana dotándola de un equilibrio entre lo ordinario y lo singular capaz de aportar un nuevo significado al contexto urbano. Como enunciara Georges Perec, la poética de lo habitual consistiría en interrogar a lo cotidiano y plantearse cómo poder volver a describir —“proyectar”— aquello que usamos todos los días 8 . Este posicionamiento, representado por arquitectos que continúan una práctica bien arraigada en las Escuelas de arquitectura españolas donde contexto y uso son el binomio que determina buena parte de las decisiones del proyecto, es patente en obras como las Viviendas sociales en Sa Pobla (2012) de Tizón y Ripoll, las distintas infraestructuras de conexión urbana en el País Vasco de VAUMM [5], el Centro Cultural de Ferreires (2013) de Arquitecturia o las tectónicas capillas de Alejandro Beautell en Santa Cruz de Tenerife. Mención aparte merece el trabajo de H Arquitectes, cuya trayectoria sostenida en buena medida en proyectos domésticos ha sabido asumir el aumento de escala y programa sin menoscabo de un posicionamiento característico entre la radicalidad constructiva y la esencialidad basada en la calidad ambiental del espacio cotidiano [6].
Como en casos análogos sucedidos en otros momentos turbulentos, la crisis económica y su impacto en las estructuras urbanas ha acrecentado el interés por los lugares desatendidos de la ciudad como ámbito posible de trabajo; así, edificios abandonados, solares baldíos, patrimonio en desuso o equipamientos obsoletos han pasado a formar parte de un discurso acrecentado en estos años en el que arquitectos, congregados en torno a colectivos u otras agrupaciones que pretenden disolver el concepto de autoría, proclaman el reencuentro entre las necesidades sociales y la arquitectura a través del activismo y la intervención directa. Tal es el caso de Recetas Urbanas que desde Sevilla comenzó a principio de siglo una práctica entre la acción reivindicativa y el mecano constructivo —continuada por equipos como Ecosistemas Urbanos, PKMN, Zuloark, Lacol o Grávalos-Di Monte con su iniciativa esto no es un solar—, que reclama la utilidad de la arquitectura como agente de gestión política y ciudadana donde lo participado gana peso frente a la ambición espacial y constructiva.
Práctica del bricolaje
Sea por la limitación presupuestaria con la que a menudo han trabajado estos arquitectos o por la búsqueda de soluciones que descarten los aspectos constructivos más superfluos en consonancia con un tiempo que no admite aditamentos, ciertas obras de estos estudios podrían explicarse desde la decisión de cuándo detener la construcción, una suerte de non finito que mide con precisión cuánto es necesario y de cuánto se puede prescindir. En estos trabajos es la construcción por encima de la forma quien asume la expresión del proyecto, hasta el punto que determina su tono atmosférico al explicitar sus componentes y rudimentos en un acto entre la retórica procesual y la economía material. Esta arquitectura cruda, en la que la edificación parece quedar en puntos suspensivos, se completa a menudo con sistemas constructivos cercanos al bricolaje con claras referencias vernáculas o a la industria local, sin desdeñar el interés persistente por los arquitectos nórdicos del siglo XX que en su condición de periferia europea constituyen un reflejo especular donde encontrar inagotables referencias de un modo de construir artesanal. Equipos como Anna & Eugeni Bach con la Casa MMMMMS (2014), Vora con el Apartamento Juan (2011), el Spai Nou a Casa Nova (2015) de Extudio, la Factoría cultural en Matadero de Ángel Borrego (2015) o Josep Ferrando en la Casa E+M (2014) [7] ejemplifican este modo de aproximación constructiva que, a riesgo de tornar en un asunto de estilo, ha determinado buena parte de la expresión contemporánea de la arquitectura en España en estos años.
Una vertiente de estos arquitectos, ligada fundamentalmente a la Escuela de Madrid, explora este modo de ejecutar la arquitectura mediante lógicas del bricolaje a partir de una aproximación cercana a la instalación artística, al assemblage o al collage, utilizando una paleta de materiales y objetos de origen industrial y prefabricado que remite, al menos desde un plano teórico, a la fugacidad del tiempo contemporáneo y a la mutabilidad de la arquitectura. Se trata de proyectos como los de Andrés Jaque, Elii e Izaskun Chinchilla donde elementos cercanos al Ready-Made —estructuras de regadío agrícola, ruedas de bicicleta, paraguas, bidones de agua o espejos caleidoscópicos— constituyen su materia y su lenguaje [8]. Son arquitecturas que recurren al ensamblaje y a la acumulación material como reflejo del virtuosismo gráfico de sus proyectos, favoreciendo, al menos así lo enuncian, la interacción de sus habitantes. Esta actitud desvela un interés por modelos ajenos a la disciplina que anticipa otra de las características identificables en los nuevos proyectistas: su curiosidad por referencias culturales no pertenecientes al ámbito estrictamente arquitectónico.
Reciclaje cultural
Tomando prestado el título del famoso ensayo de Bruno Latour 9 , podríamos aventurar que esta generación diría de sí misma que nunca fue moderna, al menos no del todo. En el ámbito de sus referencias es posible identificar claras influencias de las décadas de los años cincuenta, sesenta y setenta, personificados en miembros de la Tercera Generación, en los de la posguerra americana o en el panorama británico de igual periodo. Pero lo más significativo de estos arquitectos es que sus discursos a menudo soslayan las fronteras disciplinares y se adentran en sendas ajenas en principio a la propia arquitectura. Producto de un tiempo de hibridación cultural como el mismo Latour manifestaba, construyen la teoría de su arquitectura desde narraciones cercanas al arte conceptual americano, a la instalación y al arte povera y desde aproximaciones paisajistas y medioambientalistas del ámbito de los Earthworks, continuando un interés enunciado previamente por arquitectos como Navarro Baldeweg, José Morales, Federico Soriano o Selgas-Cano. Además de los citados Jaque y Chinchilla o los granadinos Serrano y Baquero, es posible rastrear estas filtraciones en trabajos como el de Langarita y Navarro en Medialab-Prado (2013), en las Viviendas en el ensanche de Maio (2017) o en la Fundación Giner de los Ríos (2014) de amid.cero9 [9]. En todos ellos el planteamiento está embebido de estrategias materiales y perceptivas que remiten ya no a la modernidad arquitectónica sino a experiencias plásticas y artísticas de las últimas décadas.
Cabe incluir en este posicionamiento que reutiliza conceptos, aquellos modos de hacer que suponen una continuación de caminos emprendidos en su día por otros arquitectos y que, en una suerte de actualización de enunciados pretéritos, proponen comprobar la vigencia de esas actitudes en este otro tiempo. Valdría el ejemplo de los catalanes Flores i Prats y su interpretación de los procedimientos iniciados por Enric Miralles y Carme Pinós en los pasados años ochenta. O casos como el de José María Sánchez García, Iñaki Carnicero, Héctor Fernández Elorza, Jacobo García-Germán, los zaragozanos Magén o los navarros Pereda Pérez, que con proyectos como la Industria de montajes eléctricos (2016), la casa Pitch (2009), la Facultad de Biología Celular y Genética (2012), el vivero de cactus Desert City (2017) [10], la Sede de la Comarca del Bajo Martín (2011) y las viviendas para realojos en Pamplona (2013) son continuadores de una práctica que podríamos encuadrar en lo que el profesor Antón Capitel vino a denominar el “racionalismo ecléctico” español de final del siglo pasado 10, de origen en la Escuela de Arquitectura de Madrid y Navarra en la que se formaron, donde profesores como Campo Baeza, Emilio Tuñón, Paredes y Pedrosa y Patxi Mangado hacen de hilo conductor con la mejor tradición constructiva de la modernidad española.
Poesía para una crisis
Sostiene el célebre aforismo de Theodor Adorno la imposibilidad de escribir poesía tras la existencia de Auschwitz, ante la debacle no caben digresiones. Todos los tiempos de tribulación parecen aparcar cualquier aspiración que trascienda la mera supervivencia, sin embargo, sobre lo sucedido en España en estos últimos años cabría decir que, a la vista del ejercicio de solvente creatividad desarrollado pese a la precariedad del contexto, lo que ha estado en crisis ha sido la construcción, no la arquitectura.
Sería erróneo pensar que estos arquitectos han surgido como consecuencia de la crisis aludida, los rasgos citados, comunes e intercambiables entre todos ellos y extrapolables a otros muchos, son producto de un tiempo de cambio de siglo que no se ha percibido en la arquitectura española hasta finales de la década pasada. Las vicisitudes de esta época han precipitado el despliegue y la visibilidad de esta generación gracias a la versatilidad que les confiere abordar proyectos moderados con la mayor ambición creativa y capacidad técnica, considerando en cuanto a la realidad que, como en aquellas palabras de Rilke al joven poeta Franz Kappus, también en días de crisis, “para un espíritu creador no hay lugar alguno que le parezca pobre o le sea indiferente” 11. Trabajan desde los tradicionales núcleos densos de Barcelona y Madrid pero también hoy, acaso como última y más definitoria característica generacional, diseminados en una corriente centrífuga asociada a la periferia del país que dibuja una geografía descentrada y dispersa en la que el discurso contemporáneo se tiñe de acento local.
Aún es pronto para establecer un juicio crítico que permita estimar la importancia de la arquitectura surgida en este periodo de crisis que ahora cumple una década. Respecto a los arquitectos citados y a los procesos que han puesto en marcha, resta por conocer cómo evolucionarán en un futuro cuyas condiciones serán otras. Cabe preguntarse si los principios y estrategias que les han permitido destacar durante este tiempo serán operativos en momentos ulteriores que requieran respuestas a otras demandas o si su condición de generación atrapada en una eterna juventud —a la vista de la escala y los recursos con los que suelen trabajar más propios a veces de primeros encargos que de una producción madura— les posibilitará reclamar el relevo de sus predecesores acometiendo proyectos más ambiciosos. También es conveniente reflexionar sobre si determinados procedimientos que se han demostrado válidos para un contexto de crisis lo siguen siendo en un tiempo que comienza a cambiar y si su prolongación no supone la consolidación de un estatus de lo precario, perdiendo así su capacidad crítica. Aunque la gran duda ante el futuro inmediato es cuánto de este presente continuo, que aún conserva lo mejor del brillante pasado reciente de la arquitectura en España, está amenazado por los ajustes estructurales propios de cualquier crisis sistémica. La reciente predilección de las administraciones públicas por los estudios corporativos de raíz ingenieril, la devaluación de la formación politécnica a través de la precarización y la excesiva especialización de la formación universitaria o el riesgo de extinción de la estructura de estudios medidos de naturaleza artesanal que tradicionalmente han sostenido la mejor arquitectura del país, suponen los verdaderos riesgos a los que esta generación y las que están por venir deberán dar respuesta.
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